jueves, 21 de septiembre de 2017

La Mirada de los peces Sergio del Molino OPinión y critica de un libro de mi barrio.


A mi, sinceramente, me cuesta reconocer el San José triste y suburbano que cuenta del Molino en La mirada de los peces, pero es cierto que dos vecinos asomados a la misma ventana pueden ver la misma calle de dos formas distintas. La mirada de los peces es un libro excelente, pero además es un libro que habla de mi casa, de mis bares, de mi barrio del entorno que he visto toda mi vida y así, claro, es difícil opinar con justicia  de un libro.

Tras los primeros capítulos me cabreé mucho, muchísimo y saqué los colmillos afilados dispuestos al despelleje inmisericorde del hiperbólico vecino del Molino; pero luego, es cierto que página a página me he ido reconciliando con él y he llegado al indubitado aplauso final. Su parte del barrio no es exactamente la mía, tiene nueve años menos que yo (esto creo que importa poco) y en fin que después de cuatro generaciones de mi familia en San José es imposible que yo sea ni mínimamente objetivo cuando se habla de él.

Pero bueno, realmente da igual que el barrio que narra del Molino sea pero no sea mi barrio (yo ya me entiendo), lo verdaderamente bonito es que sea tan parecido al barrio de cualquier juventud, probablemente al barrio imaginario de todas las juventudes. Sus sueños, sus amores sutiles, sus referentes personales, sus extrañezas y sus utopías; y sobre todo la forja del carácter: los aconteceres y las personas que labran a cincel tu personalidad y en esto da igual que seas de Zaragoza y San José o seas de Mondoñedo. Porque los límites territoriales del barrio de nuestra juventud son los límites de nuestros recuerdos. Y estos recuerdos los rehacemos a nuestro antojo para poder construirnos un pasado coherente o cuanto menos presentable a quien queremos ser ahora.

Y es de esto de lo que habla el libro y no tanto de su profesor de filosofía de BUP (articulista ácido y existencialista que tras gastar los últimos años de su vida en la política de escraches optó por el suicidio). Aramayona es solo el enganche que le lleva a sus diecisiete pero ni mucho menos el protagonista. No hagáis caso a las contraportadas. Aunque lo parezca, del Molino no habla del profesor, ni siquiera de su relación con su profesor, sino de la relación con su pasado, bueno con la forma en que recuerda su pasado; y es precisamente en la voluntad de reencontrarse con ese pasado cuando se encuentra con su profesor. En fin que cada uno gestiona la relación con su juventud como le da la gana y por eso yo no tengo derecho a decirle al autor si San jose es como lo describe o no. Así que si lo quiere imaginar triste y marginal que así sea. Aunque, creedme, no lo es.

Del molino escribe aquí, salvando las distancias, con esquema semejante a su genial La hora Violeta que ya reseñé. La muerte (en este caso del profesor, entonces de su hijo) le lleva a contar sus días, le permite rememorar su barrio, sus amigos en los 90 y a reflexionar cómo las personas que nos han rodeado y se han ido marchando nos han forjado tal y  como somos.

Yo también fui al Ifi (y luego al potoka), tome la antepenúltima en la plaza de los calderos, la penúltima en la gruta o en el de las bombillas por Maria Moliner (antes Millán Astray) y compartí con Viveiro y sus amigos las últimas fiestas salvajes del patrón de veterinaria en santa compaña con batasunos luego encarcelados y tierna amistad con vascas aun mas peligrosas que éstos aunque por razones distintas. Pero nosotros éramos entonces ya conscientes de que llegábamos tarde y de que el 89 ya no era la transición, ni la movida promovida por el ayuntamiento, ni el sarri sarri, ni el mierda de ciudad. Era otra cosa y venderlo como una época rebelde pues no se ajusta a la realidad exacta. Creo que del molino también se da cuenta de eso y de que aquellas revoluciones imaginarias de plastilina y corchopan son tan bonitas en el libro como hinchadas por su memoria. Ahora bien si aquellas insurrecciones tardías de hoja parroquial y revista colegial sirven para escribir una historia tan bonita como la que describe pues mucho rato.

Todos tenemos una Andrea que recordar, un pueblo dónde sentirse extraño y urbano, un profesor de filosofía que nos hable de la vida y del suicidio, noches de porros y birras, cuadernos de cuentos que escribimos borrachos al volver a casa. Eso sí sólo algunos zaragozanos ( no don Sergio) sabemos lo que es salir a la ofrenda a los diecisiete vestido de baturro con una resaca de morirte a cada paso y que encima lo hagas porque te da la gana. (De mis aconteceres en la ofrenda ya he hablado en otro post)

Quizás también eso sea la libertad y también de eso se habla en la memoria de los peces: hacer cosas incomprensibles para los demás porque te da la gana, por una coherencia no pedida, o por razones personales difíciles de traducir. Todo se resume en la extrañeza de ser joven, la preciosa rareza de poner los cimientos de eso que somos hoy sin comprender lo que éramos entonces.

 
No conocí al profesor, al margen de la lectura de alguno de sus artículos que aun discrepando en mucho me gustaban. Solo he tenido un encuentro tangencial y post mortem con Aramayona. Circunstancias de esas en las que por más que hice lo que debía, no hice exactamente lo que hubiera querido hacer. La obediencia debida exime del reproche pero no de la vergüenza. Y quizá sea por eso que me queda un regusto avergonzado cuando escucho hablar de él, lo que también he sentido al leer el libro. El autor de La hora violeta se cabrea de que la política ultravioleta de la tele le haya robado a su viejo profesor, pero amigo la política está robando todo en todos los barrios y en todas las partes.

Lo dicho, leéroslo, es un excelente libro, pero si sois de San José en algunos capítulos os podéis cabrear un rato. Avisados estáis.

PS-. Al hilo de este post me han venido tantas cosas a la cabeza para contar de mi barrio. puffff lo he dejado para otros post porque, dada mi tendencia al divague, podría haber sido más largo el post que el propio libro. Las mañanas que me cruzaba con las zagalas que iban al insti del autor, mi carnet del Rayo San José, nuestras apasionantes partidas de Oca Borracha en el Garate, las fiestas del patron en veterinaria, el grupo de jota de mi madre en los locales vecinales, mi parroquia de curas rojos... Lo dejo para otros post.

Otras reseñas de libros de Sergio del molino: La Hora Violeta

viernes, 8 de septiembre de 2017

Mi cocodrilo Manuel



Anteayer anduve treinta y seis horas paseando a mi cocodrilo por la calle, caminaba con sus patillas arqueadas como si fuera un policía local escocido; pero él, sin embargo, indiferente al qué dirán, se pavoneaba pincho y risueño como si no le importara nada. A mitad del camino se zampó a un chihuahua que es un perro ridículo donde los haya, tres gorriones que son el paradigma de la inutilidad urbana y le mordió el tobillo a una manifestante a favor de la contrariedad.
Mi cocodrilo es muy selectivo, le gustan las señoras maduras de piernas morenas y las presentadoras de televisión que tengan los ojos negros. Muchas veces le he pillado intentando el pecadillo de Onan con sus patillas torpes viendo a la presentadora de antena3 del mediodía. Yo le castigo y le azoto en los morretes por irrespetuoso, pero enseguida se me pasa cuando veo sus ojos saltones implorando perdón como seminarista tras día de fiesta.
Ser cocodrilo hace gracia, pero solo al principio, porque estás tan cerca del suelo que solo ves tobillos y dedos gordos asomando por las chanclas. “Mira, la luna llena” le he susurrando esta noche y el pobrecillo no la podía alcanzarla con su mirada. Esa es una de las penas de ser cocodrilo, el que te cueste tanto ver la cara de los sueños tras la luna, “¿Quién no se ha sentado frente al mar a la atardecida de los diecisiete y se ha imaginado un rostro imposible que riela en el mar como la luna del poeta?”.
Es mentira eso de las lagrimas de cocodrilo, ellos no lloran, solo pronuncian unos quejidos confundibles con un momo de desasosiego cuando escuchan una tertulia política. A los cocodrilos no les gusta la política solo las carrilleras del bona área regadas con sidra del eroski.
A mi cocodrilo Manuel le gusta mucho la poesía; sobre todo la que habla de batallas perdidas, de héroes derrotados y de banderas rotas. Me ha pedido que no incluya nombres de poetas concretos en este post para no granjearse enemigos. El sabe bien que no hay peor enemigo que un lector de un poeta preterido.
En el rincón sombrío del cuarto de la téle le he puesto una manta y allí se amodorra como esposa cincuentona en domingo. Se queda esperando con la boca abierta a que le lea fragmentos de alguno de los últimos libros que me haya terminado. Este verano ha sido Canada de Richard Ford, ese que habla de la vida como adaptación.
Mi cocodrilo se ha adaptado con gusto a la vida de ciudad, no como esos perros de los trineos que los sacan de Laponia y se vuelven agresivos aquí. Mi cocodrilo es pacifista por eso se ha tatuado en el lomo una pistola y una foto de Camarón. Nada de Hippies, nada de Beatles, nada de palomas que son ridículas como los chihuahuas y los gorriones; mi cocodrilo Manuel odia a las palomas y a la hija de puta de Yoko Ono.
Casi nunca sale a la calle. Solo los años bisiestos tiene el capricho de salir treinta y seis horas, solo treinta y seis, a dar una vuelta conmigo. Cuando regresa a casa está muy cansado pero feliz y para que termine su día como a él le gusta, le pongo La leyenda del tiempo a toda marcha y así se queda dormido con la babilla canela entre sus mil dientes.