lunes, 29 de diciembre de 2014

Paisaje tras la guerra

Tras la guerra vinieron nuevos gobernantes, también nuevos tiranos, o sea los mismos. Mientras, indiferente, la abuela joven sentada en la solana agotaba la tarde. No quedó piedra sobre piedra, los muertos se arrumbaban en las cunetas y hacían desviar las miradas de la gente que volvía sin fuerzas ni futuro a las pocas casas que aún se tenían en pie.

En el caserón de los vencedores se oían gritos y bromas tontas que herían la noche y maleaban los recuerdos entre los del pueblo. La mujer del diputado, ahora convertido en Madrid en líder del partido, se mofaba sin decoro del alcalde muerto y antiguo amigo; mientras el cura apuraba la jarra de vino de consagrar y miraba de soslayo a la sobrinica rubia a la que se le subía su falda adolescente hasta más allá del pecado venial para solaz del mosén que solo sabía de pecados mortales.

Mientras, la abuela joven sentada en la silla de anea remendaba harapos, recosía sietes y en los entretiempos tejía bufandas con lanas de jergones gastados por amantes huidos a medio amor por culpa de la guerra y el rencor. Ella, sin decir palabra, veía con indiferencia como cambiaban los dirigentes de bando, los miraba con desprecio y con la pena desabrida que queda tras la desesperanza y la falta de un dios que ampare.

Se oía un viejo tango en la casa de la viuda del alcalde destronado Chorra le cantaba Gardel mientras la viuda lloraba traicionada por el diputado y su señora, más recomida por su humillación que por su pobreza recien estrenada. Nadie fue a darle el pésame recordando las fotos arrugadas que aún se guardaban del alcalde, su marido, con el joven diputado traidor prometiéndose entre los dos fidelidades eternas y satrapías conjuntas.

La abuela joven le había llevado de mañana un cazo de sopas humeante con coscurros de pan. Lo único que te pido es que no me des las gracias, le dijo. Para que me entiendas, mi generosidad es mi manera de abofetearte por tus tiempos pasados de altivez y vejaciones gratuitas. La ex alcaldesa viuda cogió el cazo, no le levantó la mirada.

La abuela joven regresó a su silla de anea a remendar miserias humanas y tejer bufandas que luego dejaba a las puertas del camposanto para quienes les hicieran falta. De vuelta saludó a la puta joven y rebosante de carnes, sabido es que a las guerras solo sobreviven bien: los ricos de siempre, las putas complacientes y los pobres que sean traidores a sus orígenes. Y la del pueblo, era puta pobre e hipócrita infiel a mil hombres y fiel a un solo bolsillo, o sea, el suyo. Le hizo también una mueca cariñosa a la niña tonta que se la devolvió cómplice enseñándole sus dientes cariados. La niña vivía en su delirio orate de sueños propios, indiferente al mundo, arropada por un gabán rasgado a modo de capa y creyéndose la princesa del turkistán. Como antes, como ya sería siempre.

Pasaron meses hasta que los habitantes aprendieron a vivir entre ascuas y rescoldos; entre deudas viejas y penas sin redimir. Una noche cuando ya parecía que el fuego lo había quemado todo, ardieron también los registros del ayuntamiento. Alguien quiso que se olvidaran para siempre paternidades apañadas, filiaciones putativas y libros que recordaran quien había sido cada uno antes de la guerra: los hijos se olvidaron de sus padres, las nueras de sus suegros, los diputados de sus esposas malfolladas y hasta la puta gorda se olvidó de repente de sus clientes enterrados. La niña tonta siguió pensando que era la princesa del turkistan y la abuela joven vio gastarse la tarde esperando a que su hombre bajara de las montañas para hacer una justicia pendiente y aplazada en la que siempre creyó.

Otoñaba día a día hasta aquella tarde, aquella tarde, años después, en la que una noticia corrió como la muerte por el pueblo: el diputado local había sido asesinado en Madrid, ya de ministro del medio rural, y que para más humillación de la tonta de su mujer se lo habían encontrado en casa de un chapero joven y travestido que lloraba desconsolado su muerte. Decían que sobre el muerto, el asesino solo había dejado como firma una bufanda de lana de jergón viejo teñida de un amor dejado a medias con fecha de regreso.

domingo, 14 de diciembre de 2014

El mural de Val Ortego en el Cementerio de Torrero

Ya sabéis, que de vez en cuando me gusta enseñaros espacios de belleza escondida de mi ciudad, esta ciudad que transcurre apoyada en el alfeizar viendo la gente pasar mientras su intimidad se arrebuja mar adentro agazapada tras los visillos. No son espacios ocultos, cerrados con mil llaves; aquí se vive más con las puertas abiertas y bastan tres golpes de aldaba para que,como en la casa de juana que cantaba Brassens  (y versionaba Carlos y Alicia), no sea necesario enseñar pata blanca para entrar.

Pero no es menos cierto, que en este desdén lindante con la desidia que nos caracteriza, olvidamos a menudo genialidades, que por ser públicas y estar a mano, parecieran carentes de merito y brillantez. Ya os hable en otro post: del Fumador de mi admirado Pepe Cerdá en Ibercaja, de las calles realistas de Monge o del mural de Gay en el Principal; también os he presentado a Isabel Guerra la monjita que pinta niños como si fueran suyos y en fin, hoy he descubierto uno más, que añado al elenco de maravillas que me engatusan y que me ha impactado con la fuerza de una bofetada de apabile tanto por la obra como por el lugar en donde está. Estoy hablando del mural de Val Ortego en la capilla 2 del cementerio de Torrero.

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No os puedo explicar muchas erudiciones porque no las sé, solo os cuento lo que me inspiran ese grupo de jóvenes mirando desde lo alto a la gente que estamos abajo. A todos aquellos que estamos a su vez, dando despedida a los que se van hacia arriba (o hacia  los márgenes).

El cuadro retrata la vida como un momento figurativo entre dos abstractos, un paréntesis de luz entre dos zonas de sombras y claroscuros, retrata a los lados, unos lugares indeterminados como los que nos anteceden y nos esperan en las orillas de esta vida.  La parte de luz se manifiesta para mi ladeada, con un desequilibrio hacia el nacimiento más que hacia la muerte, a la que los personajes miran de reojo.

El fondo aparece diluido, sin quitar protagonismo, mientras el telón de transparencias se abre a la escena. No podemos olvidar que no es un cuadro pegado sino encargado por el propio arquitecto, Fernando Bayo, para ese lugar. Y no sé si por azar o acierto, es por ello que la luz que se abre en lo alto hace también de arco de proscenio y pide sutilmente formar parte del retablo.

Me gusta también el cuadro de líneas que hacen los personajes. Un poco como las representaciones velazqueñas en donde las figuras conforman perspectivas y grupos distintos que retan al juego visual y de sentimientos del espectador. Una línea evidente que cruza en diagonal de arriba izquierda (persona de pie y de espaldas) hasta abajo a la derecha (los pies de la chica del sombrero); pero también una línea paralela de cabezas que se rompe con la figura del medio que está de espaldas. Veo también una equis que hace centro en el personaje cabizbajo y calvo que consuela o es consolado y como el grupo grande se descompone en pequeños subgrupos como si se tratara de formas distintas de sentir la pena.

“El cuadro es bonito, pero chico yo no sé si pega mucho aquí en plena capilla en un funeral” dijo mi santa madre, la Consuelo, como portavoz de lo que pensaban muchas personas mayores que miraban como avergonzadas el cuadro. Y es cierto que pueda dar esa sensación, con una carga fuerte de sensualidad, con sus cuerpos que enseñan una juventud bella y triste, con un dolor obsceno que apenas esconde su tristeza mientras se muestra hermosa y semidesnuda. Se sienten las lagrimas sin verse las caras ya que a penas se pueden apreciar sus rostros agazapados los unos en los otros.

A mi me trajo a la cabeza, El Jarama de Sanchez Ferlosio, Los ochenta son nuestros de Ana Diosdado y esa difícil relación entre la juventud y la muerte que se ven en los entierros de gente joven. Las caras preciosas rasgadas en lágrimas, trajes más de campo que de duelo, la mirada que se te escapa con admiración hacia las curvas hasta que te das cuenta del lugar en el que estás. La vida rota de manera inesperada sin tiempo todavía de adecuarse al luto.

Bueno disculpad el ataque de “intensismo pinturero” que me ha asaltado en esta madrugada de sábado. Más aun sabiendo tan poco como sé de pintura, pero el otro día fui a un funeral y me quedé absorto e impactado por la belleza del cuadro de Val Ortego. Me quedé pensando en todo lo que me inspiraba y me dije que tenía que escribir algo al respecto.

Como de costumbre no conozco de nada al pintor aunque sea de mi pueblo, debe ser que no me muevo por ambientes artísticos, pero bueno tened esto como apuntes de un espectador despistado e ignorante. Como dijo un amigo mío el otro día “soy de los que cuando le preguntan qué es el arte, contesta joderse de frio”.

Si queréis saber más, os dejo esta explicación que hacen autor y arquitecto de la obra en un video de youtube.

Os pongo también enlace a otras de obras del pintor y a estas otras (vi un blog con unos cuadros suyos de La magdalena pero no la encuentro, si alguien me da la pista se lo agradezco)

 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

El quinto párrafo de un relato par.

Noviembre siempre esconde un reflujo de rencor en sus entrañas, es un mes feo, de intermedio, de un gris intenso y cerrado que antecede a los copos de nieve. Las palabras salen torcidas, sin hacer, como el pan blancuzco y crudo antes de hornearse; es un mes de compromiso como un beso corrido a modo de despedida. Los versos salen enripiados, los amores misioneros y los cuentos se encasquillan sin encontrar final llenando folios y folios de frases borrachas que empiezan por “yo” y terminan en ninguna parte.
No puedo dejar de escribir triste o más bien cansado, no puedo dejar de empujar los pensamientos hacia afuera con un esfuerzo de parturienta en cada palabra. No puedo recitar sino en ese tono irrelevante que tienen los políticos descreídos, los opositores de judicaturas en el quinto repaso, las putas de madrugada jurándote amor eterno, las memorias de actuación de fundaciones con patronos jubilados. Y quizá sea eso lo que más me molesta, que este noviembre me haya robado hasta las ganas de contar.
Se me nota, lo sé, que sonrío a la fuerza, que mis sueños son de plástico, que como están a medio dormir se despiertan vivos y luego me atosigan toda la mañana. De habitual duermo poco, pero con muchas ganas y si mis noches tienen sobrealiento, como ahora, se me hunde la mirada en lo más profundo y la sonrisa sale gastada.
Y así pasa el mes escondiendo la desidia tras el alcohol y el sexo forzado; así pasa el mes lleno de la hojarasca que preludia el frio; así pasa el mes abreviando los entretiempos con salmodias en informes ilegibles y tablas de sumatorios cruzados. Así pasa el mes buscando el mar en esta playa de tierra adentro sin navegantes ni polizones, sin jarcias que tensar, sin cofas que permitan avistar islas nuevas, tan solo anclados con maromas de cuerda gruesa al fondo abisal de lo cotidiano.
En fin, ni siquiera soy capaz de rellenar este quinto párrafo para impedir que esto termine en relato par.
2013-06-14 00.41.16
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